Diego Arahuetes, psicólogo y musicoterapeuta, colaborador de Memoria Viva
Vuelven las ollas comunes en Chile después de que en Octubre del 2019 comenzará un punto de inflexión en el país, el inicio de un cambio que está marcando un proceso de transformación en la vida de lxs chilexs. Estos espacios de participación e intercambio, cuyo principal objetivo es alimentar a la ciudadanía, dan cabida a encuentros y reflexiones como parte de un proceso de recuperar la vida social que tanto han intentado arrebatarnos y por la que muchos de nosotrxs, negándonos a aceptarlo, hemos vuelto a salir a las calles para recuperar.
Meses después, la pandemia ha obligado a que lxs vecinxs de los barrios comenzaran a organizarse para alimentar a una población que veía como perdía sus empleos mientras el estado, como de costumbre, no hacía nada o casi nada.
Desde la dictadura no se veían estos espacios de resistencia alimentaria y que, tanto ahora como en aquel entonces, eran tan necesario recuperar. Por aquel entonces, también eran las mujeres las encargadas de alimentar a la gente que atravesaba por momentos de dificultad económica y laboral y, a través de las ollas comunes, se transformaba el problema del hambre en una oportunidad de sociabilidad, solidaridad y organización colectiva. ¡Qué necesarios son estos encuentros y cómo faltan en nuestro día a día!

En el barrio Yungay, en el centro de Santiago de Chile, se han contabilizado hasta 40 ollas comunes, la mayoría gestionadas por mujeres migrantes del barrio. Y, aunque la resistencia a través de esas ollas comunes es digna de alabar como parte de una lucha contra un modelo hegemónico, no deja de ser un problema más que una virtud, puesto que visibiliza una vez más la ausencia de los hombres en las tareas de los cuidados. No es cuestión que las mujeres sean centros de vida, pues hombres y mujeres lo pueden ser, aunque es cierto que desde los esencialismos reivindicativos se habla de una sensibilidad “natural” a los cuidados. Creo que el punto está en reconocer esa resistencia a la vez que se grita a viva voz, la obligación que tiene los hombres de asumir esas tareas que, desde el sistema patriarcal colonial, han delegado a las mujeres.
Estas ollas comunes en Yungay han sufrido transformaciones para adaptarse a las medidas exigidas por las autoridades sanitarias durante la pandemia. El nuevo modelo de olla común se ha llevado a cabo en las cités, un tipo de vivienda conocido también como conventillos y que en la actualidad, la mayoría de los que las habitan son m migrantes. Estos modelos habitacionales evidencian características de hacinamiento y deficientes condiciones en necesidades básicas fundamentales. Aquí, en estas cités, se han implementado un nuevo modelo de olla común denominada “olla común confinada”, la cual se preparaba en pequeños grupos familiares y/o de vecinxs, gestionados de nuevo en su mayoría por las mujeres de esos grupos a través de una cadena de solidaridad “de grano en grano, de mano en mano y de corazón en corazón”, en la que se han organizado varias organizaciones territoriales, muchas de ellas también, coordinadas por mujeres pero, ¿dónde están ellos?
Pero esta no la excepción que confirma la regla, en Sevilla, en la Casa Grande del Pumarejo, Bien de Interés Cultural por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y autogestionado por lxs vecinxs del barrio a través de la Asociación Casa del Pumarejo, todos los miércoles desde que comenzó la pandemia se reparte comida que en su mayoría, mujeres migrantes preparan en los fogones del comedor. Una vez más, son ellas las que están ahí para sostener los cuidados de la comunidad.

La incorporación de las mujeres del norte global a trabajos remunerados ha hecho que sean las mujeres migrantes las que asuman esas tareas de los cuidados. Este proceso de emancipación de la mujer occidental, se realiza a costa de y por medio de las mujeres del sur, con lo que la feminización de los flujos migratorios en estos momentos es debida, en parte, a una transferencia de cargas (Solé y Parella, 2005).
Aunque comenzó siendo un espacio de alimentación “en familia”, donde tres días a la semana se almorzaba todxs juntxs en el interior, debido a la pandemia se tuvo que modificar el formato del mismo para transformarse en el modelo de reparto de alimentos semanal que continúa a día de hoy. Comer todxs “arrejuntadxs” en varias mesas es un acto político en el que se digiere lo que a fuego lento se ha cocinado en las grandes cacerolas y sartenes de la cocina. Es un momento saludable, una forma de colectivizar la salud desde otros paradigmas, un espacio de escucha compartido y, como no, coordinado de nuevo por mujeres.
Estos espacios de alimentación, ya sean ollas comunes, comedores solidarios o cooperativas de abastecimiento, han supuesto el punto de encuentro de distintas prácticas culturales, formas e historias de vida. En estos meses, las ollas y cazuelas han creado un caldo de cultivo con olores, aromas y sabores que recuerdan a un mestizaje de todos aquellos que llegan a un lugar y pueden y quieren, vivir en paz. Estas cazuelas han servido para dar de comer a todxs y sobre todo, para crear un tejido más fuerte, auténtico y sincero.
Ya va siendo hora de que todxs asumamos estas tareas y colectivicemos la resistencia. No como una mera distribución de las tareas reproductivas en el hogar y en el espacio público, sino como una forma de poner en duda la organización social del cuidado y cómo el capital se beneficia de dicha organización (Ezquerra, 2013).
Desde los cuidados y las resistencias de todXs hacia una apuesta por lo común.
Referencias
Asociación Matiz (2015). Gestión de la diversidad cultural en el ámbito sanitario.
Ezquerra, S. (2013). Hacia una reorganización de los cuidados: ¿entre lo público y lo común? Lo(s) común(es), lo público y lo estatal. Viento Sur, nª130, pp 78-88.
Federici, S. (2013) Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid: Traficantes de Sueños.